Muñeca

Nunca me quizo decir su nombre. Nunca supe muy bien quién era. Quiero pensar que fue ella quien me encontró a mí, y no al revés.

Pequeña e inocente niña, pálida y con cabellera oscura.

Como es que nadie presta atención a los niños estos días.

No una madre, más bien, sentía la obligación de “hermana mayor” el tener que cuidarla. Darle de comer, incluso, esconderla en mi habitación durante la noche.

Una noche, repentinamente, desapareció.

No puedo explicar la angustia que sentí de no tenerla cerca.

La ansiedad.

Ya no pude volver a dormir.

No había ningún sólo día que la buscara.

Pero esa búsqueda terminó a las pocas semanas.

Una noche regresando de trabajar pude percibir un objeto brillante tirado entre los arbustos bajo mi ventana.

¡Mierda!

Un carnet escolar. Un nombre. Eso hizo la diferencia: Vanessa. Ese era su nombre.

Entonces, ¿No me la imaginé?

¿La niña en verdad existía?

¿Dónde diablos está?

¿Qué le pasó?

Mi cabeza daba vueltas, hasta el punto de causarme naúseas.

Fue ahí, tirada en la gramilla en medio de la oscuridad de la noche, que mis ojos se dirigieron a un pequeño rastro. Un líquido oscuro que partía desde donde me encontraba y daba la vuelta a la casa.

Si hubiera sigo gato, la curiosidad ya me hubiera matado.

Poco a poco ese rastro líquido se hacía más grande y notable a la luz de la luna. Hasta el punto de notar su color rojizo.

Cada pelo de mi cuerpo se erizó.

Impaciente, corrí hasta su punto de origen. De alguna manera, me llevó de regreso a mi habitación. No entendía que estaba sucediendo. Rendida, me recosté en mi cama, y automáticamente, bajé la mirada al piso debajo de mí.

Al fin, te encontré.

Tranquila pequeña, no tengas miedo.

Todo va a estar bien, nadie te encontrará.

 

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